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Relato Travesti Charo en Rambla de Santa Mónica (Barcelona)


RELATO TRAVESTI: Charo en Rambla de Santa Mónica (Barcelona)

Autor : Vlad

Aquel verano de 1978 acudió cumplidor a la ciudad y no parecía tener la intención de tomarse un descanso. La microscópica ratonera que tenía alquilada, por estar situado directamente bajo la azotea del edificio, se veía expuesta al castigo del sol todo el día y más parecía un horno que otra cosa. El techo irradiaba un fuego abrasador como si estuviese bajo una piscina de plomo derretido. Por la noche apenas remitía el calor y, en cambio, la humedad que ascendía del río hacía que los pocos objetos que poblaban el piso se velasen bajo un telo viscoso y yo, acostumbrado al clima seco de León, me ahogaba y derretía.

Empecé a padecer un insomnio letal. Me acostaba escuchando el paso de los trenes en el ferrocarril de vía estrecha, el “carrilet”, con sus faros rasgando el horror cálido de la noche. Daba vueltas sobre la cama pensando una y otra vez en mi futura incorporación a filas, imaginando las peores posibilidades y meditando sobre el año de mi vida que iba a perder. Cuando por fin conseguía conciliar el sueño me asaltaban pesadillas. Despertaba empapado en sudor y tenía que descorrer la cortina de plástico que separaba el destartalado cuarto de baño y ducharme, siempre temiendo que un mal contacto en la cochambrosa instalación eléctrica acabase electrocutándome. Sentir el agua clorada escurrirse fresca por mi cuerpo constituía un alivio momentáneo.

Para evitar aquellos duermevelas agitados y fatigosos, me masturbaba repetidamente, siempre pensando en “ella”, hasta que el sueño me vencía. Cuando al fin se me cerraban los ojos, dormía mal y poco. Por la mañana me levantaba hecho trizas y el estado hipnótico me duraba el día entero hasta que, por ironías de la naturaleza, recuperaba la lucidez y el brío al caer la tarde, a la hora de irme a trabajar.

Cogía un metro tan saturado de viajeros que parecía que faltase el aire y en él viajaba desde el suburbio hasta el centro, hasta la Plaza de Cataluña. Luego paseaba Rambla abajo intentando recuperar el oxígeno y empapándome de todo cuanto me rodeaba: los colores de los puestos de flores, la cacofonía estridente de los pájaros en los plataneros y en las jaulas, el murmullo de la muchedumbre que deambulaba arriba y abajo. Barcelona no era tan sólo una ciudad para mí, yo era pobre y estaba solo y la ciudad era como un amigo. Meses más tarde escucharía las voces, los sonidos y los olores de las Ramblas como única compañía en las interminables y solitarias guardias en Alhucemas.

Pero, ¿quién era “ella”? Ella era una de las clientas que acudía puntualmente a cenar todas las noches, muy tarde ya, acompañada de otras dos travestís amigas, vocingleras y esperpénticas, al local donde yo trabajaba de camarero en aquella época, un bar de comidas cerca de la calle Santa Mónica, una minúscula travesía que desemboca en las Ramblas. El establecimiento era propiedad de un pariente lejano del pueblo, a quien a falta de un título más preciso solía llamar “tío”.

En aquellos tiempos, aquel aún era un barrio canalla, crisol donde se fundían los antiguos habitantes, ancianos y sobre todo viudas de quienes habían perdido la guerra, con los desechos de las migraciones peninsulares con sus golfos, ladrones, tahúres, criminales y sobre todo chulos y prostitutas; repleto de ensoñaciones para un amante del sexo fácil, rápido y directo, como me hubiese gustado a mí de no haber tenido que ahorrar el dinero para todos los meses de mili que me esperaban en los Regulares de Melilla. Aquel lugar constituía las antípodas de mi pueblo, donde lo más erótico que podía recordar eran las demostraciones de bailes regionales de la Sección Femenina.

En medio de aquella atmósfera de perdedores entre libertina y hampesca sobrevivíamos los dos con diversa fortuna: ella y sus amigas aún tiempo se ganaban y se jugaban la vida haciendo la calle en la tapia del cuartel del antiguo convento de los Agustinos Descalzos, frente a la puerta del Bar Pastís o del Náyade; yo, trabajando para “mi tío”, tan solo era un enamorado del barrio, su camarero fiel, admirador secreto y la víctima predilecta de sus provocaciones.

Ella se hacía llamar Charo, por su pronunciación se adivinaba fácilmente que venía de algún lugar del Sur. No podría decir cual, porque toda aquella multitud de acentos se mezclaban en mis oídos de recién llegado. Era morena, cabello color azabache de intensos reflejos azules; cejas delineadas, oscuras, perfectas; tez de canela tostada marcada por el trazo rápido de una navaja; ojos color de miel enmarcados en un bosque de pestañas largas, negras y onduladas en cuya penumbra centelleaba un reflejo de aquella Luna que no conseguía colarse en las angostas callejas; nariz afilada; sonrisa amplia; boca grande para tragarme; labios gruesos y líquidos tras los que refulgían sus dientes de nácar. Recuerdo su cuerpo voluptuoso de molduras y curvas interminables que me volvían loco.

La víspera de mi partida al servicio militar fui a recoger el petate y por la tarde, como no tenía nada mejor que hacer, a trabajar. No conocía a nadie, únicamente unos pocos clientes del bar con los que había establecido una relación de confianza, y no tenía la menor intención de malgastar mi dinero en una última juerga solitaria, la única cosa que realmente quería hacer era verla por última vez.

La calima era insoportable, la atmósfera interior se condensaba formando una película líquida sobre los azulejos de la pared empañando las escenas taurinas con que estaban decorados. Así que, mientras transpiraba como un forzado sirviendo las cenas inmerso en la densa bruma del comedor; compuesta por nubes de tabaco barato, vapor de col hervida, una humareda densa de frituras y sudor condensado de la clientela; estuve pendiente de su llegada, no porque me fuese a atrever a decirle nada, sino porque sentía la morbosa necesidad de admirarla una vez más. Las horas transcurrieron lánguidamente, como si se el reloj se hubiese aletargado en el bochorno tórrido de aquella noche. Los parroquianos habituales, informados por “mi tío” del destino que me había tocado en suerte, no cesaron de relatar anécdotas, ciertas o inventadas, de su servicio militar y de lanzarme pullas, algunos con más y otros con menos gracia, como aquella de que los buenos van al cielo, los malos al infierno y los “regulares” a Melilla.

Por fin, a última hora, cuando ya no quedaban más clientes que dos borrachos acodados en la barra, observando con ojos bizcos las tapas aceitosas que agonizaban tras la bruma grasienta del cristal del aparador, amaneció Charo con toda la gloria de un ángel caído, iluminando el local. Enfundada en su habitual abrigo de cuero negro, como si el calor volcánico de aquel estío no existiese para ella, atravesó con el estrépito de un escuadrón de caballería la cortina de chapas que mi pariente solía colocar en verano, no sé si con la intención de mantener a las moscas fuera o dentro del local. Se detuvo un instante dudando que dirección tomar, una cíngara de rostro cetrino y piernas inacabables plantada en la puerta, y un segundo después taconeaba rabiosamente sobre el suelo cubierto de serrín dirigiéndose con decisión hacia la mesa más alejada de la cocina, donde se sentó bajo la colección de fotos de toreros sin ni siquiera dirigir la mirada a ninguno de los presentes.

Esta vez, a diferencia de noches anteriores, Charo venía sola, sin la colorida compañía de sus amigas. Me dirigí hacia ella para tomar nota al tiempo que ella se giraba hacía mí cruzando en un amplio círculo las piernas enfundadas en unas desastradas medias de rejilla negra. La minifalda era tan corta y su movimiento fue tan amplio y provocativo que pude comprobar que no se trataba de medias como en un primer momento había creído sino de unos pantys que le llegaban hasta la cintura. Sin darme tiempo a decir una sola palabra ordenó un plato de alubias estofadas con cecina y una botella de vino tinto. Cuando se las serví clavó en mí sus ojos y preguntó:

– ¿Has senao ya?

Era dueña de una voz quejumbrosa, hiriente, desgarrada y gitana; llena de primitivas esencias oscuras y una mirada de vicio, que con solo proponérselo, podría devorarte de placer y dejar al descubierto tus más íntimos deseos.

– No –me atraganté al contestarle– , aún no, pensaba hacerlo después de cerrar –respondí

– ¿Quiés acompañarme? Mi’ amiga’ están currelando y no me gut-ta sená sola… Venga, hombre, ¡no seas jilí!

Sentí como la mirada libidinosa de los dos borrachines traspasaba mi espalda para recorrer las piernas y las curvas del cuerpo del travestí con lascivo deseo. No sabía que responder: evidentemente, a mi “tío” no le iba a hacer ninguna gracia que dejase de ayudarle para sentarme a “pelar la pava” y por otro lado no podía dejar pasar una oportunidad como aquella.

– De acuerdo, voy a buscarme mi cena y vuelvo –contesté al fin

Al llegar a la cocina mi “tía”, que ejercía las funciones de cocinera me rogó con la mirada que no lo hiciese, pero yo ya estaba decidido y mi “tío”, que en aquel momento entraba, para mi sorpresa me echó un cabo, apoyando su mano en mi hombro y asintiendo con la cabeza, dándome la razón.

Volví a la mesa, y cuando hube puesto mi plato me di cuenta de que ella se había quitado el sempiterno gabán y lo había dejado tirado sobre el respaldo una de las sillas vacías. Llevaba un vestido negro sin mangas y de escote amplio que me permitió admirar sus pechos, inflados plásticamente como balones de fútbol, y sus hombros de deltoides prominentes, el izquierdo burdamente tatuado con lo que me pareció una mujer ensartada en un puñal y el derecho estriado por una larga y abultada sutura blanquecina, imágenes que me dieron a entender que su vida no había sido fácil hasta aquel momento.

– Joaquín, ¿Esta e’ tu úrtima noshe? –me preguntó Charo nada más sentarme

– Sí… pero… pero… ¿Cómo lo has sabido? –inquirí con curiosidad

– E’ un secreto de familia –respondió a su vez, guiñando un ojo a mi “tío” que en aquel momento se estaba sirviendo un orujo con guindas en la barra.

Cenamos, animados por el vino del Bierzo, charlando sobre mi pueblo, sobre el que, incomprensiblemente para mí, parecía tener una cantidad ingente de información y sobre el servicio militar, que ella afirmaba haber hecho en Cartagena, en Marina, cuando, según ella, aún era un hombre. Al hablar, agitaba sin cesar sus brazos membrudos surcados por gruesas venas y dramáticas cicatrices: tan pronto los columpiaba apáticamente junto a su cuerpo como los alzaba como en éxtasis, como los abandonaba como en desmayo o los agitaba como en frenesí y delirio según fuese el tono de su conversación, bajo ellos sus axilas aparecían esporádicamente como un remedo sombrío de las cuevas del Sacromonte, pobladas por una vegetación frondosa, hirsuta y oscura. Sus manos revoloteaban como palomas haciendo refulgir un centenar de anillos dorados. Yo las observaba embobado, hipnotizado por sus acrobacias aéreas y por el parpadeo rítmico de la luz de un fluorescente reflejada en las fotos de los toreros, arrullado por el ronroneo grave de su voz cazallera. La magia se acabó cuando el estruendo de la persiana exterior al ser bajada por “mi tío” nos señaló que era la hora de acabar

– Supongo que vai’ a serrá. Si no tiés ninguna compañía mejó, guiya conmigo ahora.

– Este… pues… –las palabras no salían de mi garganta, seca como el esparto a pesar de todo el vino que habíamos trasegado– [color=Blue] [i]Me dejaría matar por estar contigo… pero… pero, no sé cuanto cobras… Tengo que guardarme los dineros para la mili.

– Déjalo, no lo hago por parné… Alguien ya s’ha ocupao d’eso… –me aseguró, dirigiendo la mirada hacia mi “tío” – ¿Chanelas?... E’ un buen hombre, él te quiere a su manera.

Me despedí con un abrazo de “mis tíos” y le aseguré a mi “tía”, bañada en un mar de lágrimas, que en el primer permiso que tuviese pasaría a saludarles.

Al salir del restaurante y adentrarnos en el dédalo de calles rumbo a la pensión, las aceras estaban atiborradas por un gentío desaliñado: marineros de los barcos atracados en el puerto, que daban rienda a suelta a las pasiones contenidas durante semanas, y gentes de aspecto patibulario, que buscaban en aquel ambiente de bajeza y corrupción el consuelo fugaz a sus desgracias cotidianas. Los borrachos se desgañitaban entonando aires de sus respectivas patrias, zigzagueaban abrazados, orinaban juntos en la calle y vomitaban al unísono; los travestís se ofrecían impúdicamente desde los soportales, bajo las escasas farolas que aún se mantenían en funcionamiento; los bares arrojaban sobre las aceras una mezcla sólida de voces, música, humo y olor a frituras y a café requemado. A veces un grito, empujado por el anís, rasgaba la noche. En las esquinas, grupos de adolescentes de la periferia montaban guardia junto a sus motos Derbi trucadas adoptando actitudes amenazadoras y exhibiendo sus navajas. Era una época de transición, la cultura de la heroína estaba sustituyendo poco a poco a la cultura del alcohol en las calles.

La pensión, que se anunciaba como “Casa de dormir”, se encontraba puerta con puerta con uno de los negocios más característicos del barrio, una clínica de vías urinarias y al mismo tiempo tienda de gomas que abastecía de preservativos a la multitud de mujeres que trabajaban en las calles colindantes. Los fluorescentes de luz azulada de su escaparate, donde se mostraba todo el surtido de productos del establecimiento, constituían la única iluminación de la calleja.

Iba a detenerme para adquirir unos preservativos cuando advertí que Charo pasaba delante de mí, se internaba en la tenebrosa oscuridad del portal del hostal y encendía una miserable bombilla biliosa que no daba luz suficiente para garantizar que el ascenso de la escalera que conducía hasta la puerta de la fonda culminase sin un accidente mortal. El olor a orines rancios y mierda de gato, que en el soportal era insufrible, disminuyó a medida que nos fuimos encaramando por las empinadas escaleras. Subir tras ella me permitió, cuando el vuelo del abrigo las descubría, admirar la firme musculatura de sus muslos que se dibujaba tras la celosía negra del astroso panty.

Al abrir la puerta de la habitación fui yo quien se adelantó, sumergiéndome con bravura inconsciente en el aire estancado, enrarecido, caliente y acuático de la estancia. Ella se quedó en la puerta sudando a mares, como si, advertida por la bofetada de calor pringoso, temiese poner un pie en la mugrienta pieza. Me miró directamente a los ojos, levantó su falda unos centímetros y humedeciendo el dedo índice con saliva lo pasó por encima del abultamiento de su minifalda.

– Esta noshe tú y yo vamo’ a dan-no un homenaje que no va’ a podé orvidá, cariño… –susurró con voz grave

Charo era un súcubo lascivo que me tentaba desde la entrada. Observé maravillado el voluptuoso reptar de su mano ensortijada hacia su falda. Mi mirada resbaló en su cintura para abordar la contundencia de unas caderas amazonas que enmarcaba el abrigo abierto, salvaje e incitante. Seguí con la vista aquella cuña de pecado hacia los muslos ebúrneos, que pareciera hubiesen sido conformados en un molde venéreo y carnal. El deseo me poseyó, irresistible, y no pudo evitar acercarme, besar su boca entreabierta de labios concupiscentes.

Su cuerpo en aquel primer contacto lo recuerdo duro y trabajado, se enarcaba entre mis brazos como una culebra al tiempo que su lengua giraba dentro de mi boca en ondas fugitivas con rabia y sentimiento. Su perfume se combinó con el olor animal a sudor cuando levantó los brazos dentro del abrigo de cuero provocando en mí una excitante convulsión olfativa. Sentí la caricia de sus largas uñas deslizándose sobre mi camisa, arando mi piel en surcos profundos. Recuerdo como si estuviese allí el tintineo de una medalla de la Virgen contra un collar que imitaba oro.

Mientras me besaba, sin que me diese cuenta, me había desabotonado completamente la camisa. Se separó de mí para quitármela con un elegante movimiento, digno de un mago. Acarició mi pecho, que aún no tenía ni un pelo, con admiración.

– ¡Qué vivan lo’ cuerpo’ barile’! –exclamó, no sé si para darme confianza o porqué así lo pensaba, después agachó su cabeza y lamió rápidamente mis tetillas con un movimiento preciso.

La cama de la habitación que nos habían asignado era tan alta que cuando ella se sentó en el borde, sus pies quedaron colgando a unos centímetros del suelo. Desde allí me rogó con expresión doliente:

– Joaquín ¡Por lo’ clavo’ de Crit-to en la Cru’! Ayúdame a quitam-me lo’ puto’ carco’. M’han costao mi buen parné, pero m’están dando jachares. Yevo un 44 y no encuentro uno’ de mi taya

Me acerqué y después de dedicarle un tiempo y con gran esfuerzo le ayudé a quitarse las altas botas de charol negro que le cubrían la rodilla. Al sacárselas emergieron sus pies empapados de sudor, las uñas pintadas de un carmesí vivo y las medias agujeradas. Imagino que con otros clientes, cuando quería acabar pronto una “faena”, debía hacérselo con las botas puestas. Era inimaginable estar quitándolas y poniéndoselas cada vez.

Con un sonoro suspiro de alivio y una sonrisa de agradecimiento Charo abrió mis pantalones y me ayudó a sacármelos con la misma sencillez y destreza con que me había quitado la camisa. Me agarró la bolsa de los testículos aún dentro de mis calzoncillos al tiempo que volvía a acariciar mi pezón con la lengua. El áspero cabello de su peluca azabache, me rozaba el pecho haciéndome cosquillas y esparciendo sobre mí el sudor de su frente a medida que iba subiendo y bajando, como si estuviese pintando una pared con un pincel de brocha gorda.

Cuando se cansó de mis pezones, descendió al suelo de un salto, extrajo con maestría el pene de los calzoncillos y se lo introdujo en la boca con glotonería, como si se tratase de un churro azucarado. Era la primera vez que me la chupaban y tuve la suerte de que fuese ella, desde entonces con ninguna boca he vuelto a sentir esa misma líquida sensación de estar hundiéndome en un lago cálido, húmedo y acogedor. Formando un círculo con sus labios mullidos, consiguió hacerla penetrar con tanta habilidad que su nariz chocó contra mi vientre mientras mi miembro se sumergía en un océano de saliva caliginosa en el que su lengua provocaba olas de placer.

Se la sacó de la boca y comenzó a lamer a todo lo largo del cuerpo del pene, con fruición, repasando con los labios cerrados, humedecidos en saliva, el glande. Su mano subía y bajaba lentamente a lo largo del caño ensalivado, acompañando los movimientos de su cabeza. Ascendió nuevamente, trazando delicados círculos alrededor de la corona del glande. Con rápidos latigazos de su lengua estímulo el frenillo. A mí la cabeza me daba vueltas y sentía la imperiosa necesidad de eyacular en aquel mismo momento, sobre su cara, no podía refrenar el fuego que había empezado a sentir en mi vientre. Haciendo un esfuerzo titánico conseguí contenerme e indicarle que parara apoyando mi mano sobre su cabeza y apartándosela con suavidad.

Cesó en sus manipulaciones, sujetó amorosamente mi polla con la mano, hundió su cabeza entre mis muslos y sorbió uno de mis testículos. Era una impresión diferente pero extremadamente placentera. Cambió de lado, aspiró también el otro y, finalmente, ambos a un tiempo. Lo hacía con tanta rapidez que pensé que iba obtener un batido. Cuando de vez en cuando los soltaba, un chapoteo líquido precedía al impacto de mis huevos mojados contra mis muslos. Cuando pude abrir los ojos y miré hacia Charo, vi que ella también me miraba, intentando adivinar cual era el efecto de sus maniobras.

Estaba a punto de correrme nuevamente y así se lo avisé, por lo que ella cesó en sus manejos, apretó con fuerza la base de mi pene con dos dedos, me miró a los ojos y me preguntó:

– Joaquín, ¿cree’ que podrá’ aguantá’?

– No… creo que no

– Pue’ e’pera un poco… ahora tiés que jugá tú –dijo ella

Era lo que llevaba meses esperando. Me arrodillé temblando de emoción mientras ella se ponía en pie. Al cambiar de posición pude ver que el vestido ceñido se levantaba ostensiblemente. Posé mi mano sobre la tienda de campaña y percibí a través de la tela el fuego abrasador de su falo. Charo levantó el borde de la minifalda y contemplé encandilado como su morcilla en erección desbordaba la braguita, dilatando la amplia malla de los pantys. Se retorcía incómodamente aprisionado como un lustroso pescado en la red, el glande radiante, dolorosamente acanalado por la red de nylon que, oprimiéndolo, mantenía abierta la uretra, imagen que me recordó la boca de un pez asfixiándose al sacarlo del agua y me hizo pensar que aquella deliciosa golosina se estaba sofocando atrapada bajo las braguitas. Mi nariz percibió el olor a miembro masculino, a transpiración, un insustancial tufo a orines y al exuberante sudor de sus testículos. El vello, oscuro y ensortijado, sobresalía por los bordes de la braguita cubriendo sus ingles. Ella se bajó a un tiempo el borde de los pantys y las braguitas y me ordenó:

– Anda, cariño, lámeme los bales del chocho… están chorreando de sudor

Mi lengua golosa relamió el salobre sudor que calaba la profusa mata de pelo negro y ensortijado que allí se apiñaba y que trepaba como un camino de hormigas hasta su ombligo. Luego sacando el pene, que presentía ciclópeo, me dijo:

– Te vi a enseñá a chupendar una poya… Jálatela entera, amo’ mío, que tengas alimento para lo’ mese’ de bocai que te e’peran

A continuación, me hizo abrir la boca y me la puso entre los labios,

– Trágatela entera, joé –me ordenó

Yo percibía con nitidez junto a su delicioso sabor, su aroma, su suavidad y tersura, y al mismo tiempo su dureza, porque la tenía tiesa como una pilastra de granito. Cuando oprimía mi cara contra su cuerpo fluía por la uretra un largo hilillo de líquido preseminal incoloro, espeso, viscoso, que sabía áspero y dulce a la vez. Yo, aún no entrenado, no sabía si chupar, mamar, lamer, succionar su tranca o beberme aquel líquido exquisito.

Charo se agachó para bajarse las bragas hasta la mitad del muslo, pero con tan poco equilibrio que cayó de espaldas sobre la cama con las manos sujetando aún la prenda a medio muslo, las piernas abiertas mostrándome impúdicamente los cojones y el ano indefensos y a mi entera disposición.

– ¡M’cago en la hostia consagrada! –exclamó al quedar tumbada boca arriba

Como estaba arrodillado frente a la enorme cama de la pensión, todo su paquete quedó a la altura de mi cara. No tuve que pensármelo dos veces, aparté un poco más la braguita y le devolví las caricias bucales que ella había dedicado a mis genitales.

Me puse a lamer con fervor su escroto depilado, que aparecía como una esfera oscura y esponjosa aureolada por una pelambrera larga y encrespada El incisivo aroma que manaba de sus criadillas resudadas era excitante. Unos centímetros más abajo, su ano, completamente depilado, aparecía como una boca morena y anhelante, deseando ser besado.

Descendí lentamente desde sus testículos, deslizando mi lengua sobre el perineo hasta llegar a los delicados pliegues de su esfínter anal. Hundí mi lengua y al hacerlo, al tiempo que escuchaba un suspiro de satisfacción, una de sus manos se posó en mi cabeza, acariciándola con dulzura.

– Joaquín… ¡Joaquín, coño! E’pera que me quite la’ media’ –sugirió Charo, en vista de mi entusiasmo

Se levantó, se quitó las medias se volvió a subir a la cama, esta vez de rodillas y se puso de cuatro patas mostrándome las esferas perfectas de sus nalgas.

– Ahora continúa. Por ahora iba’ mú bien…

Agarré con una mano su miembro erecto al mismo tiempo que hundía mi cara entre sus sólidas posaderas. Con la mano derecha ensalivada subía y bajaba siguiendo el ritmo de mi lengua al hundirse, mientras mi mano izquierda retorcía su orondo escroto con suavidad.

– ¡Coño, Joaquín!... Lo hase’ de puta madre… –confirmó ella

Entre profundos gemidos, siguiendo los molinetes de mi lengua dentro de su culo y los vaivenes de mi mano sobre su polla, sus caderas, turgentes y redondas, interpretaban, con el ritmo de sus giros, ora pausados y uniformes, como de ensueños y de oración, ora excéntricos y temblorosos, epilépticos y endemoniados como de posesa fanatizada y entregada sin voluntad al Macho Cabrío, todo un bárbaro ideal de lascivia, todo un apocalíptico mundo de sensualismo, rojo y agotador, brutalmente incitador en su energía afrodisíaca y en su acometividad lujuriosa. Tan solo muy de vez en cuando, cuando en mi entusiasmo oprimía su pene con demasiada fuerza, escuchaba un quejido de dolor por su parte.

Finalmente, se dio bruscamente la vuelta y dejó apuntando hacía mí su falo enhiesto, erecto, firme y rotundo, brillando barnizado por mi saliva. Al acercarme al tiempo que ella se giraba, su cachiporra rebotó con dureza contra mi mejilla.

Intenté comérmela tal y como lo había hecho ella. Formé un círculo con los labios y me la tragué. Antes de que hubiese conseguido tenerla entera, su punta tocó el fondo de mi garganta provocándome arcadas.

– Má’ de’pasio… má’ de’pasio… no hay prisa… –dijo Charo

Comencé a subir y bajar metódicamente, dirigido por su mano, que ella tenía apoyada en mi nuca. Cada vez que me separaba para tomar aire, me abofeteaba suavemente y con firmeza dirigía mi cabeza nuevamente hacia su miembro oscuro.

Finalmente, me separó la cabeza y azotó rítmicamente su pene, erecto y flexible, contra mi lengua rociándome de líquido de preseminal.

– Túmbate en la cama –me ordenó

Ella me puso delante de mí, me separó las piernas y las apoyó sobre sus hombros dirigiendo su pepino contra mi ano anhelante. El peso y la tibieza de su cuerpo sobre mis piernas abiertas me hicieron sentir una agradable sensación de mareo y entonces Charo, inclinando la cabeza me besó nuevamente.

– Ahora, déjate yevá y te dolerá meno’ –susurró, al tiempo que desde su frente gruesas gotas de sudor llovían sobre mi cara

Hizo descender sus caderas y con un suave movimiento de vaivén comenzó a acariciar mi culo con su polla ensalivada. Era una sensación maravillosa sentir aquel tubo de carne restregándose una y otra vez en la entrada, pero yo quería más, quería probar lo que se sentía al ser poseído por una hembra como ella, puse mis manos sobre sus nalgas y presioné acompañando su movimiento.

– Ahí voy… –murmuró, separándose de mí y lubricando su cipote con más saliva que había puesto en su mano.

Sin embargo, con solo percibir la presión de su miembro orondo y ardiente contra mi ojete no pude contenerme; mientras el fuego se expandía desde mi vientre y mi cuerpo se convulsionaba sin control; el Universo entero estalló a mi alrededor en un millón de añicos, y cada fragmento particular giró silenciosamente en el vacío, reflejando en su superficie plateada un ardiente holocausto de fuego y destrucción. Un géiser de semen ardiente salió disparado de mi pene cayendo a continuación sobre mi vientre, mi pecho y mi cara, un segundo chorro más espeso y viscoso regó únicamente mi vientre y a continuación me sumergí en la negrura sin conciencia que hay al otro lado del Universo.

– ¡Joé, Joaquín, paresen la’ fuente’ de Monchuis! –Escuché que decía ella entre risas– Y ahora, ¿qué? ¿S’acabao la fiet-ta…?

Pero a esa edad ninguno de los dos tenía porque preocuparse, continuamos la bacanal toda la noche. Mi “tío” se la había contratado entera y yo tenía energía suficiente acumulada para completarla. Charo aquella noche me enseñó que tan gratificante en la vida es dar como recibir y que ni dar ni recibir, cuando se combinan en su justa medida, pueden considerarse indicios de egoísmo.

A la mañana siguiente me desperté a mediodía con una resaca amnésica y, pese a todo, con una sensación de felicidad desconocida. Completamente destrozado pero satisfecho, cargando únicamente con mi petate vacío y mis ahorros tomé el tren que me habría de conducir, junto con un grupo de numeroso de reclutas rumbo al Sur y a mi destino final: África.

Una semana después, en el calor seco y asfixiante del campamento, comencé a sentir una desazón terrible al orinar, me daba la impresión de estar meando vidrio molido. Por las mañanas al despertarme, una gota de pus amarillento me saludaba cordialmente desde mis cada vez más dolorosas erecciones matutinas. El médico militar, acostumbrado a reconocer estos síntomas, no vaciló un instante y las pruebas clínicas lo confirmaron sin dejar lugar a la duda: gonorrea. Era lo que había temido, si me hubiese parado a comprar las gomas podría haber evitado todo el sufrimiento y el periodo de amargada castidad que tuve que purgar a continuación.

Cuando meses después volví por primera vez a Barcelona a saludar a mis “tíos”, ni Charo ni sus amigas hacían ya guardia en la tapia de los Agustinos Descalzos. Nadie supo decirme que si solo habían cambiado de barrio, de ciudad o si habían tenido problemas con la policía. Pregunté a sus compañeras de negocio, pero parecía como si todo hubiese sido un sueño, nadie parecía conocerlas, era como si nunca hubiesen existido. En el lugar que ellas solían ocupar se había aposentado una de aquellas bandas de jóvenes clónicos del extrarradio todos idénticos: cazadoras toreras de plástico de colores chillones a juego con sus respectivas motos, pantalones de tergal imposiblemente angostos en los muslos y acampanados sobre los zapatos de tacón, un casco sólido de cabello oscuro y crespo adornado con absurdas patillas para las que aún no tenían edad suficiente y jerséis de rayas que dejaban al descubierto sus escuálidos ombligos. Trabé conversación con ellos para intentar averiguar alguna cosa, pero fue imposible, ni siquiera habían oído hablar de ellas, a cambio pusieron a mi disposición su mercancía: droga variada a buen precio, alguno de los travestís que ellos controlaban y si nada de eso me satisfacía y me iba “la marcha”, alguno de ellos podría darme lo que necesitaba. Les ofrecí parte de mis exiguos ahorros por la información, pero ni así hubo manera:

– Por aquí si echas alpiste, piar todo el mundo pía, pero saber, nadie sabe nada. Guárdate la pasta, pringao y búscate otra “nena” que te chupe la polla… creo que a ése ya no lo volverás a ver más –me dijo el que parecía llevar la voz cantante, encaramado sobre su moto con la misma comodidad con que un mono del parque descansaría en su rama.

Nunca más he vuelto a saber de ella y yo, después de que mis “tíos” se jubilasen y traspasasen el local dejé de visitar el barrio. No obstante, y aún con el “regalo” que me llevé por mi mala cabeza, guardo un agradable recuerdo de Charo, su cuerpo voluptuoso sobre la cama de aquella pensión de mala muerte y de mi primera vez.


Added on November 28, 2016 at 12:00 am

Relatos con Travestis España Charo en Rambla de Santa Mónica (Barcelona)